RUMI

Cada árbol y cada planta del prado
parece estar danzando;
aquéllos con ojos comunes
sólo los verán fijos e inmóviles.

27 oct 2011

El tiempo, un mundo de diferencias por ROBERT LEVINE

En las sociedades que se guían por el tiempo del reloj, la puntualidad es un valor social; en otras, en cambio, predomina el tiempo de los acontecimientos.

En lo que podría considerarse la más impresionante de las piruetas intelectuales, la economía moderna ha reducido el tiempo –el más oscuro y amorfo de los intangibles– a la más objetiva de las cantidades: el dinero. Vivimos en un mundo en el que los trabajadores cobran por hora, los abogados fijan sus honorarios según cuánto vale un minuto de su trabajo, y la pauta publicitaria se establece por segundo (86.667 dólares por segundo para el Super Bowl de 2007). Poniendo el tiempo y los objetos en una misma escala de valores es posible determinar a cuántas horas de trabajo equivale el precio de la computadora en la que estoy escribiendo este artículo.

¿Es así, realmente? Como científico social, he dedicado gran parte de los últimos treinta años al estudio de la concepción, el empleo y la medición del tiempo en distintas partes del mundo. Y si algo he aprendido de mis investigaciones, es que las agujas del reloj encierran solo una faceta de la experiencia humana del tiempo. Existen grandes diferencias culturales en los conceptos de tarde y temprano, de la espera y el apuro, o del pasado, el presente y el futuro. Sin diccionario que le ayude a descifrar las reglas culturales, el extranjero desprevenido puede tropezar con ciertos obstáculos temporales, producto de la confusión.

En un estudio muy revelador, los sociólogos James Spradley y Mark Phillips entrevistaron a un grupo de voluntarios del Cuerpo de Paz de Estados Unidos, pidiéndoles que clasificaran treinta y tres ítems según el grado de adaptación cultural que hubieran requerido de su parte durante sus misiones en destinos extranjeros. La lista incluía una gran variedad de aspectos con los que todo viajero obsesivo estará familiarizado. Por ejemplo: “el tipo de comida”, “la higiene personal de los habitantes del lugar”, “el porcentaje poblacional de personas de mi mismo grupo étnico” y “el estándar de vida”. No obstante, además del dominio de una lengua extranjera, las dos dificultades más mencionadas por los voluntarios tenían que ver con el tiempo social: “el ritmo de la vida” y uno de sus componentes más importantes, la puntualidad.

Yo viví este tipo de choque cultural en carne propia cuando, en el comienzo de mi carrera, estuve un año trabajando como profesor extranjero en una universidad de Niteroi, una ciudad mediana de Brasil que se encuentra enfrente de Río de Janeiro, cruzando la bahía. Había previsto dificultades en terrenos como la lengua, la privacidad y la limpieza, pero éstas resultaron ser mínimas en comparación con los dolores de cabeza que me trajeron las ideas de los brasileños acerca del tiempo y la puntualidad.

Comencé a dar clases justo después de llegar a la ciudad. El primer día, camino a la universidad, pregunté la hora. Eran las nueve y cinco, de modo que me sobraba tiempo para llegar tranquilo, ya que la clase era a las diez. Transcurrida una media hora, según mis cálculos, me fijé en un reloj de la calle: las diez y veinte, decía. Entré en pánico y empecé a correr en busca del aula, mientras recibía saludos del estilo de “alô, professor”, “tudo bem, professor?” de parte de estudiantes que no parecían tener el menor apuro, muchos de los cuales estaban en mi curso, según me enteré más tarde. Llegué sin aliento y me encontré con el aula vacía.

Nervioso, le pregunté la hora a alguien que pasaba por ahí. “Las diez menos cuarto”, me dijo. No podía ser. Le pregunté a otra persona. “Las diez menos cinco”, me contestó. El reloj de una oficina que estaba por allí marcaba las tres y cuarto. Acababa de aprender las dos primeras lecciones: 1. Los relojes brasileños eran terriblemente imprecisos; 2. A nadie parecía importarle demasiado, salvo a mí.

Mi clase duraba desde las diez hasta las doce. Muchos alumnos llegaron tarde. Varios aparecieron después de las diez y media y algunos cerca de las once. Incluso hubo dos que llegaron más tarde todavía. Todos los que iban llegando mostraban unas sonrisas muy relajadas que, con el tiempo, aprendí a disfrutar. Todos me saludaban y, pese a que uno o dos esbozaron unas breves disculpas, ninguno parecía estar demasiado preocupado por haber llegado tarde. Daban por sentado que yo entendería la situación.

En realidad, no me sorprendió que los alumnos brasileños llegaran tarde. Ya conocía el estereotipo del amanhã: si algo puede dejarse para mañana, ¿por qué hacerlo hoy? Lo que sí fue una sorpresa fue lo que sucedió al final de la primera clase, al mediodía.

En California, jamás tenía que mirar un reloj para saber cuándo estaba por terminar la clase. El movimiento de libros y carpetas que indica la finalización de las tareas del día va acompañado de expresiones de hartazgo que parecen estar diciendo: “tengo hambre”, “tengo que ir al baño” o, en sus versiones más extremas, “lo voy a matar si nos retiene aquí un segundo más”.

En cambio, durante mi primera clase en Brasil, cuando llegó el mediodía, solo unos pocos estudiantes se levantaron y se fueron enseguida. Otros se fueron yendo sin prisa durante los quince minutos siguientes, mientras algunos seguían haciéndome consultas. Cuando los últimos alumnos que quedaban en el aula se levantaron y se fueron, a las doce y media, era yo el que tenía hambre, tenía ganas de ir al baño y los quería matar.

Durante el año en que viví en Brasil, mi ritmo siempre era diferente del de los dueños de casa. Finalmente, me di cuenta de que el motivo de mi torpeza temporal era que los brasileños cultivaban una relación con el tiempo que poco tenía que ver con la que yo conocía. Yo vivía de acuerdo con el tiempo del reloj. Ellos, según el tiempo de los acontecimientos.

Si nos guiamos por el tiempo del reloj, la hora que marca este instrumento rige el comienzo y el final de nuestras actividades. Cuando lo que predomina es el tiempo de los acontecimientos, son las actividades las que determinan los horarios. Las situaciones empiezan y terminan cuando los participantes “sienten”, de común acuerdo, que el momento es el adecuado. En su libro Temporal man, el sociólogo Robert Lauer llega a la conclusión de que la diferencia fundamental en la medición del tiempo a lo largo de la historia es la que se da entre quienes se rigen por el reloj y quienes prefieren los acontecimientos sociales como guía.

Los antropólogos han descrito muchos ejemplos de culturas contemporáneas que miden el tiempo según el desarrollo de los acontecimientos. En algunas regiones de Madagascar, preguntar cuánto dura algo invita respuestas tales como “El tiempo que tarda el arroz en cocinarse” (una media hora) o “Lo que se tarda en freír una langosta” (unos segundos). Los pueblos nativos de la zona del río Cross, en Nigeria, dicen cosas como ésta: “El hombre murió en menos de lo que tarda el maíz en asarse por completo” (es decir, menos de quince minutos). Y para dar ejemplos de nuestra propia cultura, podemos mencionar que, hasta no hace muchos años, el New English Dictionary incluía una entrada para pissing while (el momento que se tarda en orinar), una medida de tiempo bastante transparente, que se traduce fácilmente de una cultura a otra.

En muchos países abrazan el tiempo de los acontecimientos como filosofía de vida. En México oí un proverbio que condensa esa filosofía: “darle tiempo al tiempo”.

Al otro lado del océano, en África, gustan de decir “hasta el tiempo lleva su tiempo”, y en Indonesia tienen una medida de tiempo denominada jam karet (tiempo de goma). Uno de los pilares de la cultura de Trinidad es que “cualquier tiempo es el tiempo de Trinidad”, mientras que en Brunei, la pregunta que la mayoría de la gente se hace al levantarse es “¿Qué irá a pasar hoy?”.

Hasta los más fanáticos del tiempo del reloj se guían a veces por el tiempo de los acontecimientos. Los estadounidenses, claros exponentes de este grupo, suelen llegar a una fiesta con mucha más puntualidad que los brasileños. (En uno de nuestros estudios, los brasileños encuestados afirmaron que, normalmente, llegaban más de media hora tarde al cumpleaños de un familiar, mientras que los estadounidenses que participaron del estudio dijeron que no se retrasaban más de tres minutos.) Sin embargo, una vez en la fiesta, ni el invitado estadounidense más obsesivo cronometra las conversaciones que mantiene. A nadie se le ocurriría decir “te agendo para charlar de 7:18 a 7:31”, por ejemplo. ¿Cuándo empieza o termina una conversación? Por un acuerdo tácito entre los interlocutores, cuando llega “el momento apropiado”; es decir, “sucede y punto”. Eso es guiarse por el tiempo de los acontecimientos.

Hay una tercera forma de medir el tiempo, cuando se hace prácticamente imposible recurrir a inventos mecánicos: la naturaleza. En muchas culturas, los hechos más importantes de la vida –la siembra y la cosecha, el pastoreo de los animales y su regreso al corral– siguen rigiéndose por el reloj natural. Un ex alumno, Salvatore Niyonzima, cuenta un ejemplo interesante de su tierra natal, Burundi. La vida allí, como en casi toda África Central, se rige por las estaciones. Más del ochenta por ciento de la población vive de las tareas agrícolas y, en consecuencia, “todavía dependen de los ciclos de la naturaleza” para medir el tiempo, explica Niyonzima. “Cuando empieza la estación seca, es tiempo de la cosecha. Cuando vuelve la estación de las lluvias, es momento de volver al campo y sembrar. Y así es como avanza la vida.”

Los horarios de citas, turnos o entrevistas también responden a los ciclos de la naturaleza en Burundi. “Las citas no se hacen de acuerdo con una hora del día. Las personas que se crían en zonas rurales y no reciben demasiada educación formal arreglan sus encuentros con enunciados como: ‘muy bien, nos vemos mañana por la mañana, cuando las vacas salen a pastorear’.” Para encontrarse al mediodía, “acuerdan una cita para el momento ‘cuando las vacas bajan a tomar agua al arroyo’, que es el lugar al que van al promediar el día”.

Especificar horarios para una cita nocturna, explica Niyonzima, “puede llegar a ser bastante complicado. Yo nunca diría una hora concreta, como las ocho o las nueve. Cuando los lugareños quieren mencionar las distintas horas de la noche, hacen referencia a aspectos vinculados con el sueño. Dicen que algo ocurrió ‘cuando no quedaba nadie despierto’ o, para ser un poco más específicos, ‘cuando la gente se adentraba en el primer período del sueño’. Para hablar de horas más avanzadas, podrían explicar que algo sucedió cuando ‘ya casi era de día’ o ‘cuando cantó el gallo’, o bien ‘cuando el gallo cantó por primera vez’ o por segunda vez. Y luego ya vuelven a las vacas”.

La forma en que las personas conciben, emplean y miden el tiempo es un valor cultural fundamental y, por definición, todos los valores culturales son arbitrarios. Si bien es cierto que ninguna forma de medir el tiempo es inalterable, los hábitos construidos a partir de ellas con frecuencia son difíciles de modificar.

Seguramente, el presidente peruano Alan García estaría de acuerdo con las afirmaciones del párrafo anterior. En Perú, llegar tarde es un hábito tan arraigado que hasta tiene nombre: “hora peruana”. Para muchos peruanos, la frase simboliza la relación informal con el tiempo a la que son tan afectos. Sin embargo, por ese hábito se paga un precio muy alto: la falta de puntualidad le cuesta al país unos cinco mil millones de dólares al año. En marzo del año pasado, el presidente García declaró que estaba harto de “esta costumbre desagradable, negativa y perjudicial”. En una ceremonia televisada para todo el país, lanzó una campaña denominada “La hora sin demora”, en la que se insta a los comercios, las dependencias del gobierno y las escuelas a no tolerar la impuntualidad.

“La hora sin demora” tuvo un impacto considerable. Casi un año después de lanzada la campaña, todavía se ven los afiches en los hospitales y las oficinas públicas. Y en los noticiarios de la mañana, los relojes de los canales presentan diferencias de menos de medio minuto, mientras que antes de la campaña podían llegar a ser de varios minutos.

Sin embargo, al gobierno se le hará cuesta arriba convencer a veintisiete millones de peruanos de que deben abandonar el hábito de la hora peruana. De hecho, no fue un buen comienzo que Associated Press recibiera la invitación para la ceremonia de lanzamiento de la campaña, que tendría lugar a las once de la mañana, a la una y media de la tarde del mismo día, es decir, mucho después de terminado el acto. Hace poco, El Comercio, uno de los principales diarios del país, publicó un fotorreportaje de una página mostrando los avances que se habían hecho hasta el momento. La conclusión rezaba: “será un proceso largo”.

Tienen razón. Nuestra concepción del tiempo refleja los valores culturales más personales. Después de todo, la forma en que experimentamos el fluir temporal es ni más ni menos que la forma en que vivimos la vida. Me interesa muchísimo ver cómo termina esta campaña; pedirle a un pueblo entero que cambie el tiempo de los acontecimientos por el tiempo del reloj es un proyecto muy, pero muy ambicioso.

En un estudio realizado en 2006, los editores del Oxford English Dictionary comprobaron que time (tiempo) es el sustantivo más usado de la lengua inglesa. Sin embargo, el significado de esa palabra para cada pueblo es mucho más complejo que la frecuencia de uso. Como afirma Jeremy Rifkin en su libro Las guerras del tiempo, “cada cultura tiene un conjunto único de huellas digitales temporales. Conocer a un pueblo es saber cuáles son los valores temporales que rigen la vida de sus integrantes”.

Traducción Julieta Barba

El tiempo, un mundo de diferencias

por ROBERT LEVINE profesor de Psicología en la Universidad del Estado de California (Fresno)


Revista TODAVÍA Nº 18 / abril de 2008
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