De Joan Garriga
En una noche cualquiera, una persona, de la que no sabemos si es un hombre o una mujer, tuvo un sueño. Es un sueño que todos tenemos alguna vez. Esta persona soñó que en sus manos recibía unas cuantas monedas de sus padres. No sabemos si eran muchas o pocas, si eran miles, cientos, una docena o aún menos. Tampoco sabemos de qué metal estaban hechas, si eran de oro, plata, bronce, hierro o quizá de barro.
Mientras soñaba que sus padres le entregaban estas monedas, sintió espontáneamente una sensación de calor en su pecho. Quedó invadida por un alborozo sereno y alegre. Estaba contenta, se llenó de ternura y durmió plácidamente el resto de la noche.
Cuando despertó a la mañana siguiente, la sensación de placidez y satisfacción persistía. Entonces, decidió caminar hacia la casa de sus padres. Y, cuando llegó, mirándolos a los ojos, les dijo:
— Esta noche habéis venido en sueños y me habéis dado unas cuantas monedas en mis manos. No recuerdo si eran muchas o pocas. Tampoco sé de qué metal estaban hechas, si eran monedas de un metal precioso o no. Pero no importa, porque me siento plena y contenta. Y vengo a deciros gracias, son suficientes, son las monedas que necesito y las que merezco. Así que las tomo con gusto porque vienen de vosotros. Con ellas seré capaz de recorrer mi propio camino.
Al oír esto, los padres, que como todos los padres se engrandecen a través del reconocimiento de sus hijos, se sintieron aún más grandes y generosos. En su interior sintieron que aún podían seguir dando a su hijo, porque la capacidad de recibir amplifica la grandeza y el deseo de dar. Así, dijeron:
— Ya que eres tan buen hijo puedes quedarte con todas las monedas, puesto que te pertenecen. Puedes gastarlas como quieras y no es necesario que nos las devuelvas. Son tu legado, único y personal. Son para ti.
Entonces este hijo se sintió también grande y pleno. Se percibió completo y rico y pudo dejar en paz la casa de sus padres. A medida que se alejaba, sus pies se apoyaban firmes sobre la tierra y andaba con fuerza. Su cuerpo también estaba bien asentado en la tierra y ante sus ojos se abría un camino claro y un horizonte esperanzador.
Mientras recorría el camino de la vida, encontró distintas personas con las que caminaba lado a lado. Se acompañaban durante un trecho, a veces más largo o más corto, otras veces estaban con él durante toda la vida. Eran sus socios, sus amigos, parejas, vecinos, compañeros, colaboradores e incluso sus adversarios. En general, el camino resultaba sereno, gozoso, en sintonía con su espíritu y su naturaleza personal. Tampoco estaba exento de los pesares naturales que la vida impone. Era el camino de su vida.
De vez en cuando esta persona volvía la vista atrás hacia sus padres y recordaba con gratitud las monedas recibidas. Y cuando observaba el transcurso de su vida, miraba a sus hijos o recordaba todo lo conseguido en el ámbito personal, familiar, profesional, social o espiritual, aparecía la imagen de sus padres y se daba cuenta de que todo aquello había sido posible gracias a lo recibido de ellos y que con su éxito y logros les honraba.
Se decía a sí mismo: «No hay mejor fertilizante que los propios orígenes», y entonces su pecho volvía a llenarse con la misma sensación expansiva que le había embargado la noche que soñó que recibía las monedas.
Sin embargo, en otra noche cualquiera, otra persona tuvo el mismo sueño, ya que tarde o temprano todos llegamos a tener este sueño. Venían sus padres y en sus manos le entregaban unas cuantas monedas. En este caso tampoco sabemos si eran muchas o pocas, si eran miles, unos cientos, una docena o aún menos. No sabemos de qué metal estaban hechas, si de oro, plata, bronce, hierro o quizás de barro…
Al soñar que recibía en sus manos las monedas de sus padres sintió espontáneamente un pellizco de incomodidad. La persona quedó invadida por una agria inquietud, por una sensación de tormento en el pecho y un lacerante malestar. Durmió llena de agitación lo que quedaba de noche mientras se revolvía encrespada entre las sábanas.
Al despertar, aún agitada, sentía un fastidio que parecía enfado y enojo, pero que también tenía algo de queja y resentimiento. Quizá lo que más reinaba en ella era la confusión y su cara era el rostro del sufrimiento y de la disconformidad. Llena de furia y con un ligero tinte de vergüenza, decidió caminar hacia la casa de sus padres.
Al llegar allí, mirándolos de soslayo les dijo:
— Esta noche habéis venido en sueño y me habéis dado unas cuantas monedas. No sé si eran muchas o pocas. Tampoco sé de qué material estaban hechas, si eran de un metal precioso o no. No importa, porque me siento vacía, lastimada y herida. Vengo a decirles que vuestras monedas no son buenas ni suficientes. No son las monedas que necesito ni son las que merezco ni las que me corresponden. Así que no las quiero y no las tomo, aunque procedan de ustedes y me lleguen a través vuestro. Con ellas mi camino sería demasiado pesado o demasiado triste de recorrer y no lograría ir lejos. Andaré sin vuestras monedas.
Y los padres que, como todos los padres, empequeñecen y sufren cuando no tienen el reconocimiento de sus hijos, aún se hicieron más pequeños. Se retiraron, disminuidos y tristes, al interior de la casa. Con desazón y congoja comprendieron que todavía podían dar menos a este hijo porque ante la dificultad para tomar y recibir, la grandeza y el deseo de dar se hacen pequeñas y languidecen. Guardaron silencio, confiando en que, con el paso del tiempo y la sabiduría que trae consigo la vida, quizá se pudieran llegar a enderezar los rumbos fallidos del hijo.
Es extraño lo que ocurrió a continuación. Después de haber pronunciado estas palabras ante los padres en respuesta a su sueño, este hijo se sintió impetuosamente fuerte, más fuerte que nunca. Se trataba de una fuerza extraordinaria. Se había encarnado en él la fuerza feroz, empecinada y hercúlea que surge de la oposición a los hechos y a las personas. No era una fuerza genuina y auténtica como la que resulta del asentimiento a los hechos y que está en consonancia con los avatares de la vida, pero la fuerza era intensa.
Sin ninguna serenidad interior, aquella persona abandonó la casa de los padres diciéndose a sí misma:
— Nunca más.
Impetuosamente fuerte, pero también vacía, huérfana y necesitada, aún queriéndolo y deseándolo, no lograba alcanzar la paz.
A medida que la persona se alejaba de la casa de sus padres sentía que sus pies se elevaban unos centímetros por encima de la tierra y que su cuerpo, un tanto flotante, no podía caerse por su propio peso real. Pero lo más relevante ocurría en sus ojos: los abría de una manera tan particular que parecía que miraba siempre lo mismo, un horizonte fijo y estático.
La persona desarrolló una sensibilidad especial. Así, cuando encontraba a alguien a lo largo de su camino, sobre todo si era del sexo opuesto, esta sensibilidad le hacía contemplarlo con una enorme esperanza, la que, sin darse cuenta le llevaba a preguntarse:
— ¿Será esta persona la que tiene la monedas que merezco, necesito y me corresponden, las monedas que no tomé de mis padres porque no supieron dármelas de la manera justa y conveniente? ¿Será esta la persona que tiene aquello que merezco?
Si la respuesta que se daba a sí misma era afirmativa, resultaba fantástico. A esto, algunos lo denominan enamoramiento. En esos momentos sentía que todo era maravilloso. No obstante, cuando el enamoramiento acababa convirtiéndose en una relación y la relación duraba lo suficiente, la persona generalmente descubría que el otro no tenía lo que le faltaba, aquellas monedas que no había tomado de sus padres.
— ¡Qué pena!, se decía y se quejaba amargamente de su mala suerte, culpando al destino de ello.
A esto lo llaman desengaño y esta persona se sentía sometida a un tormento emocional que tomaba la forma de desesperación, desazón, crisis, turbulencia, enfado, frustración…
Por suerte, o no, en este momento podía estar esperando a un hijo y la desazón se volvía más dulce y esperanzadora, más atemperada. Entonces la pregunta volvía a su inconsciente:
— ¿Será este hijo que espero, tan bien amado, quien tiene las monedas que merezco, que necesito y que me corresponden y que no tomé de mis padres porque no supieron dármelas de la manera justa y conveniente? ¿Será este ser el que tiene aquello que merezco?
Cuando se contestaba de nuevo que sí, era maravilloso, formidable y empezaba a sentir un vínculo especial con ese hijo, un vínculo asombroso, muy estrecho, lleno de expectativas y anhelos.
Pero si pasa el tiempo suficiente la mayoría de los hijos desean tener una vida propia y saben que tienen propósitos de vida propios e independientes de sus padres. Entonces, aunque aman a sus padres y desean hacer lo mejor para ellos, la presión de tener vida propia resulta exigente, imperiosa y tan arrolladora como la sexualidad.
Así es como, de nuevo, esta persona comprende un día que tampoco su hijo tiene las monedas que necesita, merece y le corresponden. Sintiéndose más vacía, huérfana y desorientada que nunca entra en crisis y desesperación. Enferma. Ahora tiene entre 40 y 50 años, la fase media de la vida. Ahora ningún argumento la sostiene ya, ninguna razón la calma. Es su “cata-crac” y grita:
— ¡A Y U D A!
¡Hay tanta urgencia en su tono de voz! ¡Su rostro está tan desencajado! Nada la calma, nada puede sostenerla.
Y… ¿qué hace? Va al terapeuta.
El terapeuta la recibe pronto, la mira profunda y pausadamente y le dice:
— Yo no tengo las monedas.
Hay dos clases de terapeutas: los que piensan que tienen las monedas y los que saben que no las tienen.
El terapeuta ha visto en sus ojos que sigue buscando las monedas en el lugar equivocado y que le encantaría equivocarse de nuevo. El terapeuta sabe que las personas quieren cambiar, pero les cuesta dar su brazo a torcer, no tanto por dignidad sino por tozudez y costumbre.
Él piensa: “Amo y respeto mejor a mis pacientes cuando puedo hacerlo con sus padres y con su realidad tal como es. Los ayudo cuando soy amigo de las monedas que les tocan, sean las que sean.”
El terapeuta añade: “Yo no tengo las monedas pero sé dónde están y podemos trabajar juntos para que también tú descubras dónde están, cómo ir hacia ellas y tomarlas.”
Entonces el terapeuta trabaja con la persona y le enseña que durante muchos años ha tenido un problema de visión, un problema óptico, un problema de perspectiva. Ha tenido dificultades para ver claramente. Sólo se trata de eso.
El terapeuta le ayuda a reenfocar y a modular su mirada, a percibir la realidad de otra manera, desde una perspectiva más clara, más centrada y más abierta a los propósitos de la vida. Una manera menos dependiente de los deseos personales del pequeño yo que trata de gobernarnos.
Un día, mientras espera a su paciente, el terapeuta piensa que está listo y que debe decirle, por fin y claramente, dónde están las monedas. Y este mismo día, como por arte de birlibirloque, llega el paciente. Tiene otro color de piel, las facciones de su rostro se han suavizado y comparte su descubrimiento:
— Sé dónde están las monedas. Siguen con mis padres.
Primero solloza, luego llora abiertamente. Después surge el alivio, la paz y la sensación de calor en el pecho. ¡Por fin!
Durante el trabajo terapéutico ha atravesado las purulencias de sus heridas, ha madurado en su proceso emocional y ha reenfocado su visión. Ahora se dirige de nuevo, como lo hizo hace tantos años atrás a la casa de sus padres.
Los mira a los ojos y les dice:
— Vengo a deciros que estos últimos diez, veinte o treinta años de mi vida he tenido un problema de visión, un asunto óptico. No veía claramente y lo siento. Ahora puedo ver y vengo a deciros que aquellas monedas que recibí de vosotros en sueños son las mejores monedas posibles para mi. Son suficientes y son las monedas que me corresponden. Son las monedas que merezco y las adecuadas para que pueda seguir. Vengo a daros las gracias. Las tomo con gusto porque vienen de vosotros y con ellas puedo seguir andando mi propio camino.
Ahora los padres, que como todos los padres se engrandecen a través del reconocimiento de sus hijos, vuelven a florecer y el amor y la generosidad fluyen de nuevo con facilidad. Así el hijo ahora es plenamente hijo, porque puede tomar y recibir.
Los padres le miran sonrientes, con ternura y contestan:
— Ya que eres tan buen hijo puedes quedarte con todas las monedas, puesto que te pertenecen. Puedes gastarlas como quieras y no es necesario que nos las devuelvas. Son tu legado, único, propio y personal, para ti. Puedes tener una vida plena.
Ahora este hijo se siente grande y pleno. Se percibe completo y rico y puede, por fin, dejar la casa de los padres con paz. A medida que se aleja siente sus pies firmes pisando el suelo con fuerza, su cuerpo también está asentado en la tierra y sus ojos miran hacia un camino claro y un horizonte esperanzador.
Resulta extraño: ha perdido esa fuerza impetuosa que se nutría del resentimiento, del victimismo o del exceso de conformidad. Ahora tiene una fuerza simple y tranquila, una fuerza natural.
Recorriendo el camino de su vida encontraba con frecuencia otra personas con las que caminaba lado a lado como acompañantes durante un techo, a veces largo, a veces corto, a veces durante toda la vida. Socios, amigos, parejas, vecinos, compañeros, colaboradores, incluso adversarios. En general se trataba de un camino sereno, gozoso, en sintonía con su espíritu y con su naturaleza personal. Tampoco estaba exento de los pesares naturales que la vida impone. Era el camino de su vida.
Un día se acercó a la persona de la que se enamoró pensando que tenía las monedas y también le dijo:
— “Durante mucho tiempo he tenido un problema de visión y ahora que veo claro te digo: Lo siento, fue demasiado lo que esperé. Fueron demasiadas expectativas y sé que esto fue una carga demasiado grande para ti y ahora lo asumo. Me doy cuenta y te libero. Así el amor que nos tuvimos puede seguir fluyendo. Gracias. Ahora tengo mis propias monedas.”
Otro día va a sus hijos y les dice:
— Podéis tomar todas las monedas de mi, porque yo soy una persona rica y completa. Ahora que he tomado las mías de mis padres. Entonces los hijos se tranquilizan y se hacen pequeños respecto a él y están libres para seguir su propio camino tomando sus propias monedas.
Al final de su largo camino se sienta y mira aún más allá. Hace un repaso a la vida vivida, a lo amado y a lo sufrido, a lo construido y a lo maltrecho. A todo y a todos logra darles un buen lugar en su alma. Los acoge con dulzura y piensa:
— Todo tiene su momento en el vivir: el momento de llegar, el momento de permanecer y el momento de partir. Una mitad de la vida es para subir la montaña y gritar a los cuatro viento: “Existo”. Y la otra mitad es para el descenso hacia la luminosa nada, donde todo es desprenderse, alegrase y celebrar.
La vida tiene sus asuntos y sus ritmos sin dejar de ser el sueño que soñamos.